Ermita de la Virgen de La Luz

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Ermita de la Virgen de La Luz | Patrimonio cultural | Patrimonio religioso | Ermitas | Avilés | Comarca de Avilés | Centro de Asturias | Costa de Asturias | Asturias | Principado de Asturias | España | Europa.

Descripción

«Lo que el hombre reconoce exteriormente
está en la luz de la naturaleza —luz astral—.
Por encima de esta luz hay otra luz en el
hombre mediante la cual reconoce las
cosas genuinamente espirituales.»
Opus Paramirum

Teofrastro Paracelso

«Se pierde en la noche de los tiempos...», podríamos empezar diciendo al hablar del monte de La Luz. No cabe duda de que hay montañas que tienen un poder mágico, exotérico, donde los dioses parece que han descendido y habitado. ¿Quiénes poblaron hace milenios este promontorio de 107,14 m. de altitud? ¿Qué ritos y costumbres tuvieron lugar en esta colina desde la que se divisa la hermosa ría de Villaclara? ¿Tuvo relación con San Balandrán la isla desaparecida, o con Argenteola la ciudad sumergida de los pésicos? Un día, posiblemente, encontraremos la verdadera historia de La Luz. Entretanto consolémonos con ir reconstruyendo, trozo a trozo, con el material de que disponemos, su historia y su folklore, sus leyendas y ritos.

HISTORIA

Según el Marqués de Ciadoncha, la primera familia de que se tiene noticia y que probablemente fue la que construyó o reconstruyó la ermita bajo la advocación de Ntra. Señora de Lluera o Luera se remonta al s. XIV (año 1360). Se trata del matrimonio don Pedro de Cascos y doña Estébanez, que crean en testamento vínculo, mayorazgo y patronato.

Doscientos años más tarde, en 1535, encontramos en la casa señorial de Luera a doña Magor Gómez de Avilés, casada con don Fernando de Valdés Arroyo. Les suceden don Hernando de Somonte, apellido procedente de Cenero (Gijón), don Menendo, don Alonso de Valdés, apellido este que se encuentra en casi toda Asturias y doña Mayor Menéndez, marquesa de Suárez Valdés, casada con don González de Rozas.

Hernando de Somonte muere sin dejar sucesión. Hereda en 1538 su sobrino, don Fernando de Somonte, natural de Avilés, que casó con doña Catalina de Reinoso, muriendo ambos sin dejar sucesión, no sin antes fundar en Madrid la Capilla de los Somonte, en el Convento de San Felipe, donde ambos colocaron sus bustos.

Hereda la casa y bienes, hacia 1585, su hermana, doña Isabel de Valdés Somonte, natural de Avilés, que contrae matrimonio en San Nicolás de la Villa con don García Menéndez de Valdés. Aparecen inscritos como hijosdalgo en 1585. Fueron vecinos de Cenero (Gijón) y después de Molleda, parroquia a la que pertenecía Villalegre y la ermita de Santa María de Luera, en donde pidieron ser sepultados. Tenemos constancia de dos de sus hijos: don Alonso de Somonte, que tomó el hábito de los dominicos en el Colegio de San Gregorio (Valladolid) y don Fernando de Valdés Somonte, señor y patrono de la ermita, según testamento que otorga en Madrid en 1589. También muere sin dejar sucesión.

Hacemos hincapié en esta pertinaz esterilidad precisamente por tener lugar en un monte donde todo parece estar protegido por la Mater Magna o diosa de la fertilidad: la fuente, el promontorio, la imagen dando a luz y las costumbres y ritos que luego veremos, vestigios seguramente de remotos cultos precristianos. Y por si esto fuera poco, lo corrobora la explosión demográfica habida estos últimos decenios y que desparramó por las laderas de la colina de LIuera o Luera el populoso barrio de San Pablo de La Luz, considerado como el hábitat de más densidad de población de Europa. No deja de ser una paradoja interesante.

A don Fernando de Valdés le hereda su hermano menor, don Juan de Valdés Luera Somonte, natural de Lluera y que debió de ser un personaje con una vida digna de novelar: fue familiar del Santo Oficio de la Inquisición, vio con amargura arder su palacio de Luera, suceso este digno también de ser descrito por Faulkner en su «Luz de Agosto». Reconstruye la casa, pero entonces deberá pleitear ante la Real Chancillería de Valladolid por mantener sus derechos y predios contra su litigante don Andrés de Valdés. Todo ello sucedía hacia 1600. Habiendo muerto, su esposa, doña Catalina de Prendes y Valdés de Carreño, casa en segundas nupcias con don Alonso Fernández Perdones. De este matrimonio, según el Marqués de Ciadoncha, nace don Fernando de Valdés Somonte, natural de Molleda, donde está bautizado el 1 de mayo de 1618, y sucede, por ser el hijo mayor, a su padre en el vínculo con mayorazgo y patronato de la ermita. Fue Caballero de la Orden de Santiago desde 1651. Por derecho de Patronato puso sus armas labradas en piedra sobre la puerta principal, hoy lateral, de la ermita. En sus cuarteles se hayan representadas las principales familias de Luera:

Los Valdés: en las tres fajas y diez roeles jaquelados.

Los Velarde: en el árbol y la sierpe alada a su izquierda atravesada por la lanza en ristre que esgrime un cabaIlero, y en lo alto una doncella.

Los Posada: en el halcón posado sobre una lanza que sale de un ventanal.

Los Quirós: en las dos llaves en pal, seis luneles y tres flores de lis.

Los Somonte: partido en pal con los cinco hierros de lanza ensangrentados puestos en aspa y las seis rosas de plata.

Sarandeses nos describe que los Luera pintan: «De gules con un castillo de plata sobre ondas de azur y plata. Sobre la torrecilla de la derecha, un gallo de sable. Y sobre la de la izquierda, una bandera de plata».

Según la obra de G. RamaIlo, «Escultura Barroca en Asturias», en los años 1690-1702 aparece en Avilés un pintor: don Pedro Menéndez de Valdés Somonte, posiblemente emparentado con los Condes.

Con Fernando de Valdés la casona de Luera pasa a los Condes feudales de Nava.

Y probablemente es la primera Condesa de Nava la protagonista de alguna de las leyendas que corren de boca en boca, atribuidas, erróneamente, a los Condes de Velarde.

Fueron los primeros Condes de Nava en Luera don Francisco de Caso Estrada y doña Bernarda María Álvarez de las Asturias, que parece ser la que donó la imagen y promocionó la fiesta y devoción, debido a haber tenido un hijo tras años de esterilidad. De este tiempo data la Cofradía de La Luz y la Bula del Papa Clemente XIII (13-VIII-1763), coincidiendo con «La Luz de Agosto», en la que se concede a todos los romeros indulgencia plenaria ese día una vez cumplido lo preceptuado.

Fue el sucesor logrado -fruto de la promesa-, don Francisco de Caso Álvarez de las Asturias, que casó en 1709 con doña Catalina Juana de Miranda Ponce de León, padres a su vez de doña Joaquina de Caso Álvarez de las Asturias, Condesa de Nava y esposa de don Francisco de Nava Bolaño, casados en 1736. Su hija mayor, doña María Manuela de Navia Bolaño Osorio Álvarez de las Asturias, desposó con don Joaquín de Velarde Queipo, primogénito de la casa de su apellido, el cual, siempre según el Marqués de Ciadoncha, fue quien dio lugar al error de creer a los Condes de Nava como Condes de Velarde, título que nunca ha existido.

Hereda la casa su hijo mayor, don Joaquín María de Ve1arde Navia Bolaño Queipo y Caso Álvarez de las Asturias y Nava, que obtuvo del rey la conservación de su título feudal de Conde de Nava en título del Reino, por Real Cédula del 21 de agosto de 1835, siendo Teniente General de los Reales Ejércitos, quien tuvo el acierto de elegir para Vizcondado previo el Vizcondado de La Luz que le fue otorgado el mismo día, según anota el citado Marqués de Ciadoncha.

En el Archivo Parroquial de Molleda consta que los Condes de Nava ostentaron el Patronato de la ermita de La Luz los años: 1718, 1732, 1738, 1764y 1800.

Don Joaquín María de Velarde contrajo matrimonio siendo ya Vizconde de La Luz con doña Nicolasa Ramírez Cienfuegos, hija de los marqueses de Natahoyo. Le ssu-cede su hijo don Rafael de Velarde, que contrae matrimonio con doña Rufina Guisáosla Acevedo. Hija de don Rafael y doña Rufina, aparece como tercera Condesa de Nava, desde 1858, doña María Asunción Velarde y Guisasola. El último poseedor de que tenemos noticia es don Juan Bautista Pardo Pimentel y Velarde, que hereda en 1876.

Posiblemente haya lagunas o incluso errores. De todas formas, creo que nos puede dar una idea bastante aproximada de cómo se desarrolló el árbol genealógico del Palacio o Torre de LIuera y de la ermita de La Luz.

LEYENDAS

Se dice que detrás de una leyenda se esconde siempre un hecho histórico velado. Varias son las leyendas que tienen como protagonistas a los moradores del caserón de Luera. Uno de los sucesos corrió de boca en boca. Como en todas las leyendas, su historia «se pierde en la noche de los tiempos...».

En la colina de Lluera aún está en pie y habitado el viejo palacio o Torre desde cuyos ventanales se divisa claramente la ermita de la Virgen y su fuente.

Hace ya muchos años vivieron aquí unos Condes a los que la Virgen, por especia favor, les concedió un hijo después de esperarlo largo tiempo. Cada año, en agradecimiento a Nuestra Señora, regresaban de lejanas tierras, como las golondrinas, a celebrar «La Luz de Mayo» y a disfrutar parte del verano.

En torno al caserón, diseminados por la ladera del monte, algunos caseríos de mísera estructura al estilo feudal daban albergue a los siervos que cuidaban de la hacienda de los Condes.

En uno de ellos vivía un matrimonio cuya hija, subía con frecuencia a la colina a dejar a los pies de Nuestra Señora de Luera la guirnalda de flores que había entretejido con primor en los días rumorosos del mes de mayo mientras cuidaba las ovejas. Era una pastora digna de que la Virgen María cualquier tarde le hablara desde una encina. No fue así.

Un día, mientras estaba bebiendo de bruces en la fuente, que aún hoy mana no lejos de la ermita, sintió cómo unos ojos la miraban. Antes de elevar los suyos, pudo ver un instante, reflejada en el agua, la figura apuesta de un joven, el hijo de los Condes, y que ella, por un momento, se imaginó el príncipe azul tan esperado.

Ambos se miraron tiernamente y el amor llegó puntual a su cita.

Cada tarde la fuente fue testigo fiel de mil y una promesas.

La Condesa observaba desde las ventanas de La Torre de l palacio de Lluera con preocupación, más de linaje que de madre, las idas y venidas de su hijo a la fuente, los cada vez más reiterados encuentros y el cariz que iba tomando aquella disparatada amistad.

«Esperaremos al mes de agosto o a septiembre -le decía la condesa al Conde-. No debemos infundir sospechas. Nuestra marcha, a finales de verano, pondrá fin a este ridículo idilio. ¡Estaría bueno! ¡Nuestro único hijo casado con una vulgar desarrapada...!»

Aquel año, nadie supo por qué los Condes se fueron mucho antes de que se acabara agosto, apenas pasada la fiesta. Los dos enamorados lloraron de tristeza y se juraron eternas promesas de fidelidad y amor. El día de la despedida fue especialmente esperado y preparado. Se citaron, no junto a la fuente, sino junto a la ermita, donde ya alguna otra vez se habían visto.

Allí se coronaron de besos y promesas, casándose ante Dios y ante los muros, testigos: todas las estrellas. Y allí se prometieron fidelidad y una vez más eterno amor. El hijo del Conde arrancó la medalla que llevaba al cuello con su título e iniciales y la puso amorosamente al cuello de la joven: «Aquí tienes las arras. Guárdala como un recuerdo».

Pasó el tiempo y llegó de nuevo mayo Los Condes no llegaban. Ni tampoco el junio. Un buen día la pastora desapareció del caserío y cercanías. Nadie supo más de ella por más que padres y allegados la buscaron por montes y barrancas.

¿Qué había sucedido? Cuando al cabo de un tiempo supo que iba a tener un hijo, temerosa del castigo de su padre, fiel servidor del señor de Luera, y queriendo evitar el escándalo con el desprestigio del Conde y de su hijo, ante la carencia absoluta de noticias de quien juró amarla eternamente y regresar de nuevo, huyó de casa una noche. Dicen que anduvo, anduvo, hasta el amanecer. Medio muerta de agotamiento se hospedó en casa de una buena mujer donde dio a luz un niño, muriendo ella al poco tiempo, no sin antes haber colgado la medalla al cuello del pequeño y haber dado alguna explicación a aquella mujer tan bondadosa que tan desinteresadamente la acogió.

El niño creció sano y robusto, ayudando en las faenas del campo a su protectora. Cuando al fin del verano regresaron los Condes a cumplir la promesa, el hijo en vano interrogó a todos los labriegos del lugar y cercanías por la pastora. Nadie sabía nada o no querían saberlo por miedo al Conde.

Pasaron muchos años. Una mañana por el camino de la ermita subía un joven aldeano. También él tenía una promesa que cumplir hecha por su madre poco antes de morir: «Si logro este hijo mío, lo llevaré en promesa a la ermita de Nuestra Señora de Lluera».

El tomó sobre sí el compromiso. Cuando llegó a la ermita, rendido de cansancio y sediento, se acercó a la fuente para apagar la sed. Una gaita inundaba el valle con su monótona música entre ijujús y asturianadas. Cerca de la ladera norte los jóvenes rompían contra el suelo o monte abajo cazuelas de barro negro después de tomar la leche presa que en ellas se vendía, como un rito ancestral. «¡Cada pedazo, un beso!

¡Cada pedazo, un beso!...», se oía gritar entre el lógico regocijo de los protagonistas.

Algunos romeros se habían ya sentado cerca de la fuente bajo los viejos robles que brindaban su sombra secular. El joven se arrodilló y bebió de bruces aquel agua que manaba clara y mansa. Cuando trató de izarse, la medalla cayó sobre la fuente.

Uno de los presentes la vio brillar, miró fijamente al joven y, como movido por un resorte, se abalanzó hasta el agua y tomó entre sus manos aquel trozo de metal precioso aún pendiente del cuello. Era el hijo del Conde que cada día, en vano, se acercaba a la ermita y a la fuente, esperando volver a ver de nuevo cualquier día a la pastora.

Un grito incontenible se escapó de sus labios: «¡Hijo mío!». El joven aldeano se dio cuenta, al punto, de quién era aquel hombre, y sin dar crédito a su corazón, abrazándose al Conde, no pudo menos que exclamar: «¡Padre mío!».

Los dos quedaron largo tiempo abrazados en medio del oleaje inmenso de recuerdos y lágrimas, de sollozos y alegrías. Hubo que arreglar algún papel y cambiar unos apellidos. Se dieron algunas explicaciones, las imprescindibles. A partir de aquel día, el joven peregrino, que llegó a cumplir una promesa, fue el heredero de todo aquel Condado de Luera. Desde entonces las jóvenes del lugar, cuando llega La Luz de mayo, se acercan antes de amanecer al manantial y beben, beben agua milagrosa y clara de bruces sobre la fuente. Porque hay una copla que dice:

«Hay una fuente en La Luz

que nace al pie de un carbayo,

quien bebe en .La Luz de agosto

se casará en ..La de mayo»

Existen otras muchas leyendas como la que narra «el nacimiento del hijo» de los Condes de Nava, cuando ya sus padres La Torre o Palacio de Lluera en torno al cual se tejieron algunas leyendas eran de avanzada edad y la llegada de la imagen a La Luz, «los apuros del escultor» para representar a la Virgen dando a luz, etcétera.

Por la ladera del monte hubo ermitas, y aún se conserva alguna, que, dado el santo a que se dedican, debieron de tener también hermosas historias: La de la Purísima (de nuevo el misterio de la concepción), la de San Roque (año 1599, el peregrino de Santiago siguiendo la Vía Láctea), la de San Miguel, advocación que tanto se prodigó por cerros y montañas (el arcángel que luchó y venció a Luzbel, el ángel de la luz), etc. Finalmente tenemos que mencionar la que recoge y novela don Manuel Álvarez Sánchez bajo el título de Salvador, en su obra Avilés, de parecida temática a las anteriores en torno al Conde.

DEL RITO AL MITO

El mito siempre es anterior a la leyenda. En la ermita de La Luz quedan fragmentos que, bien estudiados, podrían recomponer el cántaro de viejos ritos de fertilidad.

No olvidemos que nuestros más antiguos ascendientes siempre han tenido predilección por las colinas y altozanos para rendir culto a los dioses de la vida. Aquellos lugares donde frecuentemente era la Magna Mater el objeto del culto, el cristianismo los bautizó y cristianizó, erigiendo en ellos ermitas que recuerdan, de algún modo, el origen. Y los asturianos en esto no hemos ido a la zaga.

Avieno, en su obra Ora Marítima (s. IV a. de C.), nos habla de la región de Ofiusa o País de las serpientes, refiriéndose a Asturias, cuyos moradores tuvieron que abandonar sus tierras precisamente debido a estos ofidios. No se debe de olvidar que la serpiente fue siempre símbolo de la fecundidad desde los remotos tiempos de la Biblia. Avieno puntualiza poco después que los Seres, o siguientes pobladores de la región, tenían elevadas colinas en el campo de Ofiusa y que cerca de ellas colocaron sus lares los ágiles Luces. Estrabón, por su parte, nos habla del culto que los cántabros daban al dios Lug en las colinas. E incluso cita un santuario en nuestra costa dedicado a este dios cuyo rostro irradiaba tanta claridad que ningún mortal podía contemplarle cara a cara. No sé si la etimología de Luera tendrá que ver algo con esto. La colina frente a la ría, do-minando la ensenada, parece ideal. Sólo Lug podía manejar su lanza y usaba como escudo el Arco Iris. En Irlanda se llama aún a la Vía Láctea (o camino de leche) La Cadena de Lug.

La colina de La Luz mira hacia el mar como faro sagrado. Pero en su cima también hay una fuente. Siempre el agua fecunda y milagrosa. Y cada fuente tenía su diosa o xana y su cuélebre guardián de tesoros. Cuando en la cima de un monte nos encontramos con un santuario, un bosquecillo de roble o de laurel y una fuente, no es extraño que haya sido en algún tiempo lejano lugar de culto a desconocidas divinidades.

Los hombres del neolítico adoraban las cumbres, pues en ellas descendía, con más frecuencia, el rayo y la luz. Lo inaccesible de la altura, la música del viento (espíritu) en las ramas, etc., era interpretado como una presencia sobrenatural perenne a quien había que dar culto.

Así debieron de nacer religiones mistéricas, tales como la de Eleusis o Dionisos, donde la luz, el agua y el bosque tienen un papel tan primordial.

En la colina de La Luz hoy casi todo está perdido: los ritos, las danzas en honor a la Santa a la salida de Misa (siempre el baile estuvo unido al rito cultual), hasta la misma fuente que apenas mana, llena de maleza.

Sin embargo, allí sigue como testigo fiel. Hay una costumbre, ya en desuso, que tenía lugar en «La Luz de Mayo» que bien pudiera remontarse a épocas muy lejanas.

Era la de romper una vasija de barro destinada a contener leche presa.

La rotura de un cántaro existe en todo el mundo como el símbolo de la rotura del vientre materno para dar a luz. El primer domingo de Cuaresma, en ciertos pueblos, aún se practica la rotura del cántaro de barro, por lo que vino el llamársele a tal domingo «El domingo de piñata» (Pignata, en italiano, olla).

En Oaxaca (México)la gente se reúne el día 24 de diciembre (hora del Nacimiento del Señor), a las doce de la noche, en el zócalo de la ciudad a romper los tazones de barro en que acababan de comer los buñuelos. En Egipto los faraones también rompían cántaros después de haber escrito en ellos algunos nombres.

Finalmente en Asturias son múltiples los pueblos donde la gente se reúne a jugar a la piñata o romper el puchero. Con un sentido ritual lo recoge Aurelio de Llano al hablar del Antroxo. «Fulano, ¿antroxaste? Pues si no antroxaste, ¡antroxa!».

y rompían un puchero estrellándolo contra la puerta al grito de:

«¡Antroxo fuera!».

En las fiestas de La Luz de Mayo, en Luera, se practicó esta costumbre con algunas variantes. El puchero se compraba lleno de «llechi preso» y, después de haberlo consumido u ofrecido, se estrellaba el puchero contra el suelo, o se le hacía rodar monte abajo. Si se estrellaba contra el suelo el mozo debía recoger después los pedazos y podía dar por cada pedazo un beso a su pareja. Es el novelista Palacio Valdés quien recoge en «El cuarto poder»esta costumbre ya venida en su tiempo a menos: «Alrededor de la ermita las mujerucas de los contornos... vendían leche en pucheros de barro negro... La gracia de aquella romería estribaba en tomar leche por la mañana en la ermita, jugar luego con loS pucheros y romperlos al fin haciéndolos rodar monte abajo. Pablito compró más de una docena de pucheros con leche... con que obsequiar a sus conocidas. Luego retozó con ellas largamente...»

A Palacio Valdés, que nos aporta el dato de que los pucheros eran de barro negro, posiblemente de los alfares de Miranda, se le escapó anotar que se trataba de «leche presa», la cual se vendía en dichos pucheros cubriéndola con una hoja de higuera, como si de algo pudoroso, en un jardín de Edén, se tratase.

En Asturias la leche y la manteca del mes de mayo está considerada como dotada de ciertas virtudes curativas: «La manteca de mayo / es buena para todo el año».

Por otra parte, entre los campesinos, la vaca no deja de tener algo de animal sagrado. Aurelio de Llano recoge la costumbre de «correr la cuajada», que tenía lugar al terminar la recolección entre los mozos para ver quién era el afortunado que llegaba corriendo a coger la última espiga de la «estaya». El vencedor «comía la cuajada».También se ha perdido en La Luz el folklore, música y danza de sus ritos. Algo hemos podido recoger referente a este rito de la leche presa, como aquella invita que reza:

«A La Luz, al llechi preso,

que hay llambiones para eso».

Una de las estrofas que aún se canta en la Danza Prima por San Juan recuerda también el rito:

"Por madrugar a la leche

en La Luz por la mañana,

por mucho que madrugué

amanecióme en la cama.»

CONCLUSIÓN

Historia, leyenda, tradición y mito. Algo debe de esconder esta colina santa hoy tan falta de admiradores, salvo la ermita en días de fiesta y boda. María dando a luz -una de las pocas imágenes en la que la Madre de Dios adopta este misterio- es sólo el eslabón final de una cadena.

Es un riesgo aventurar hipótesis que suenan a ciencia ficción, pero por lo dicho, sí parece desprenderse que el promontorio de La Luz está por estudiar. Quizás algún fenómeno tuvo lugar en sus cumbres desde un tiempo que «se pierde en la noche de la historia...». Algo de magnetismo encierra aún hoy, pues aún siguen brotando mensajes de su cumbre, unicornio metálico, pararrayos de Dios a la inversa (esparce en «ondas populares», sus rayos de palabra hecha luz por toda Asturias rompiendo con sus voces el cántaro de cielo para llegar con su mensaje, Vía Láctea adelante, más allá de las estrellas. y algo misterioso debió encerrar parra el hombre del Neolítico, cumplidor de viejos ritos en las cumbres.

José Manuel Feito.

Concejo de Avilés

Cosmopolita, marinera, medieval, dinámica y metropolitana, así es la ciudad de Avilés y su entorno.

Los concejos (municipios) que limitan con el Concejo de Avilés son: Castrillón, Corvera de Asturias, Gozón y Illas. Cada uno de estos concejos (municipios) comparte fronteras geográficas con Avilés, lo que implica que comparten límites territoriales y pueden tener interacciones políticas, sociales y económicas entre ellos.

Comarca de Avilés

Combina costa e interior y ostenta varios ‘récords': la última gran obra de Niemeyer, el casco histórico mejor conservado de Asturias, la primera piscina fluvial, los carnavales más famosos, uno de los quesos azules más sabrosos, y cuna de la única mina submarina de España.

La comarca está conformada por uno o varios concejos (municipios). En este caso: Avilés, Castrillón, Corvera de Asturias y Illas. Los concejos representan las divisiones administrativas dentro de la comarca y son responsables de la gestión de los asuntos locales en cada municipio.

Conocer Asturias

«Monumento Natural de la Playa de Gulpiyuri: Esta singular playa se encuentra tierra adentro, a unos 100 metros de la costa, y está considerada como una de las más espectaculares de Asturias. Es un fenómeno geológico único que atrae a numerosos visitantes cada año.»

Resumen

Clasificación: Patrimonio cultural

Clase: Patrimonio religioso

Tipo: Ermitas

Comunidad autónoma: Principado de Asturias

Provincia: Asturias

Municipio: Avilés

Parroquia: Avilés

Entidad: Avilés

Zona: Centro de Asturias

Situación: Costa de Asturias

Comarca: Comarca de Avilés

Dirección: Camino Luz, 17

Código postal: 33404

Web del municipio: Avilés

E-mail: Oficina de turismo

E-mail: Ayuntamiento de Avilés

Dirección

Dirección postal: 33404 › Camino Luz, 17 • Avilés › Principado de Asturias.
Dirección digital: Pulsa aquí



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